domingo, 7 de junio de 2009

Aquella noche gris


El viento no soplaba. ¡Tan lejana estaba la bella Macedonia! Extraviado se encontraba él, luego de Mileto, en una tierra que le era completamente desconocida. Los persas no habían tenido piedad con él ni con sus compañeros, quienes estarían trabajando ahora como esclavos en alguna mina luego de haber caído como prisioneros de los pocos persas que habían logrado escapar en barco de las garras de Alejandro. ¿Dónde estaba él, por cierto? Quizá peleando lejos en el este, contando con su ausencia, quizá tan irrelevante como el reptar de una serpiente en un vasto desierto desolado, quizá tan lamentada por sus colegas. Pero ¿qué era él, si no, más que un pezetairoi del montón? Él, combatiente bajo el mando del general Tolomeo, quien fue designado por Alejandro directamente en el cargo, siendo él un gran amigo, se encontraba ahora sólo en un espacio seco, abatido, ya sin fuerzas, ya sin luz. Hubiese preferido mil veces sufrir los latigazos en la espalda junto con los suyos que tener que soportar aquella soledad, acompañada por la nada. ¡Qué desgracia, qué infortunio representaba ahora haber escapado de las manos persas! Pensó entonces en su suerte, en sus amigos fallecidos en combate, en los que estarían atados ahora al pie del Gran Rey, a aquellos que seguirían con Alejandro; pensó en su hermoso hogar, en Macedonia, en su mujer, en sus hijos. Alzó la vista al cielo, desgarró su alma con un grito que resonó en la nada de toda aquella inmensidad, y se clavó la espada en el vientre, un arma que de milagro pudo conservar. Se dejó yacer en el suelo, a unos treinta estadios de la marcha de Alejandro y sus tropas, que cortarían perpendicularmente sus pasos algunas horas luego. Al pasar por allí, levantaron un túmulo para el difunto, guardando silencio en aquella noche, que fue tan gris.

Santiago Novara
Inspirado en el cuadro "Campo de cebada con segador al mediodía"(1889), de Van Gogh.

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