lunes, 6 de julio de 2009

Anteojos de sol

Caminó con extrema elegancia, provocando el rítmico sonar de sus tacos sobre el suelo de madera, pisando completamente la autoestima de todas las mujeres del lugar.
Caminó con soltura, soberbia y envidiable, agitando su perfecta cabellera sin multarse.
Pasó delante de mi y me invadió con su perfume. Continué observándola mientras se alejaba, cuando de pronto se volteó y con una pícara sonrisa se levanto los anteojos de sol que llevaba, revelándome su secreto.
Al cerciorarse de que lo había descubierto, se colocó nuevamente los anteojos, escondiendo detrás de la lente y el armazón de carey lo que ahora yo sabía.
Se dio vuelta y siguió caminando, despreocupadamente, dejando su aroma flotando en la habitación y la perplejidad de un secreto revelado.
El primero es de la consigna de corregir un cuento que nos haya gustado y el segundo del objeto.

Paula Deak

Pueblo bajo la nieve

Ella permaneció en silencio, mirando tristemente la nieve caer afuera. La habitación estaba cálida, gracias al fuego de la chimenea, pero su congoja no le permitía disfrutar del placentero calor de las llamas.
Solo sentía la presencia de él detrás suyo, pero le resultaba muy lejana.
No lo haría si tuviera otra opción, es bien sabido. –susurró él con pena.
Ella continuó dándole la espalda, ahora fastidiada.
Siempre hay otra opción – le refutó, tan bajo que no se oyó.
Mi padre dice que es un buen trabajo, buena la paga… no puedo oponerme. Sería un desatino, sabiendo cuanto mi familia lo necesita. Mañana bien temprano saldré. Si quieres pasaré por tu casa, así me acompañas hasta el camino.
No voy acompañarte en algo que no estoy de acuerdo. Sería aceptar tu abandono, porque puedes quedarte si quieres. –dijo ella, presa del enojo bajo la tristeza, parándose y dando la vuelta para observar su semblante por última vez.
Deberías abrir los ojos a la realidad en vez de querer manejar todo a tu antojo-se defendió él. – Quizás así serías un poco más certera en tus palabras.
No me juzgues de infantil! – exclamó ella, y él sin quererlo pero sin poder evitarlo le echó un ultima mirada y salió de la habitación. Una mirada que ella nunca llegó a entender.
Las primeras luces del alba comenzaban recién a despuntar, y aquel frío glacial le resultaba completamente indiferente. Caminó con premura, sin escuchar el leve crujir de la nieve bajo sus pies y desvaneciendo el sosiego que se extendía a su alrededor. Quería disculparse, poder despedirse, pero la tristeza no le permitía pensar con claridad.
Apoyó su mano juvenil en el árbol más cercano y observó con aflicción el paisaje, intentando encontrarlo caminando a lo lejos, despacio, como era su costumbre.
Pero él ya se había ido. Se estremeció ligeramente al descubrir sus pisadas, más adelante, perdiéndose en la distancia. Escuchó el piar de dos gorriones sobre su cabeza, y se arrodilló sobre la nieve helada rompiendo en llanto.
Aún era temprano, y sentada junto a la cerca, aguardó la llegada de un consuelo, observando el invierno arremolinarse sobre las casas y las pisadas del que se había ido como única despedida.

Paula Deak

El despertar

El despertar (pequeño Sol)
Ella temblaba entre las oscuras zonas de un gran infierno secular, donde las bestias surgen de la nada cual espectros y te sumergen luego hacia lo más recóndito de las profundidades, donde ya no existen las salidas. Ella sollozaba, clamando por el milagro de su salvación de aquella soledad desgarradora, corriendo para encontrar el fin de aquel tormento. Gritaba desenfrenadamente en la inmensa desolación de negras vastedades, desesperándose sin encontrar remedio o solución alguna.
Pero su grito se vio ahogado en aquel desierto por una maléfica risa gutural, áspera como si saliese de lo más hondo de aquella nada devastada. Sintió pasos a su derecha, adelante, a su izquierda, por detrás. Provenían de quién sabe dónde, amortiguados por la risa, que se acrecentaba al compás de cada pisada, hasta inundar así toda la resonancia de aquel horrendo lugar. Pero vio una luz en aquel instante, ínfima como el destello de un fuego solitario en la distancia, y corrió hacia allí. Corrió sin detenerse un segundo, sintiendo cada vez más cerca de sí aquellas pisadas y aquella diabólica risa. Y llegó.
Se vio pronto recostada sobre el patio de un jardín, luego se alzó. ¡Por suerte miró el cielo, por suerte miró el Sol! Se baño en la luz del enorme astro, y con una sonrisa le agradeció al Cosmos por haberla salvado de aquella horrible pesadilla. Luego miró el paisaje que deslumbraba con una irradiante luminosidad incandescente, se calmó por fin del todo y después se fue a jugar.

Santiago Novara

Lujuria estancada

Llegó tarde a casa.
Un día agobiador le había azotado en la cabeza, provocándole jaqueca. Dejó su maletín al lado del perchero, en el que colgó su caluroso traje. Buscó unos harapos que le mantuviesen freso en aquella noche veraniega y se tumbó sobre el sillón. Estaba a punto de caer en el sueño cuando se acordó: ¡su cita! Se levantó a la velocidad del rayo para subir las escaleras (no sin caerse en varias oportunidades) y llegó con los miembros doloridos al baño. Salió de allí limpio y perfumado cuanto antes pudo, se vistió atractivamente y se alejó. ¡Eran ya pasadas las 22:30! Su cita comenzaba a las 22:00.
Llegó al pub del barrio empapado de sudor, pero no vio allí a quien quería encontrar. Logró divisar, en cambio, la larga melena de un amigo.
-¿Has visto acaso una mujer alta, de pelo negro y lacio, de una enorme belleza? – le preguntó.
- Oh, sí. Se habrá marchado hace quince minutos. ¡Qué mujer! Pocas veces he visto semejantes… - pero su compañero había salido ya. – ojos… - continuó.
Corrió en la dirección en la que sabía que se hallaba su casa, mas no la encontraba. No sabía a dónde iría. Si no la encontraba en breve, todo se echaría a perder. Encontró una verdulería en una esquina, todavía abierta, pero a punto de cerrar. Vio allí a un hombre bajando unas rejas y le preguntó:
- ¿Por casualidad no has visto pasar a una mujer muy hermosa por aquí?
- ¡Y qué mujer! – respondió el hombre. – Se fue en aquella dirección. Pocas veces uno tiene la posibilidad de ver tales… - pero el muchacho se había alejado ya. – labios… - prosiguió.
Se esfumó rápidamente en la dirección señalada, hasta que la vio. Gritó su nombre y ella se dio vuelta.
- Pensé que nunca aparecerías – repuso la mujer. Al verlo extenuado por la búsqueda, sostuvo su rostro entre las dos manos y lo besó largamente con una suavidad tal que, se hubiese dicho, podría haber despertado a un muerto con tan sólo una caricia. Toda ella era suave, como un paraíso de algodón. Sus cabellos sedosos, las piernas largas y esbeltas, la cintura envidiable, los pechos cual redondos almohadones, todo emanaba una profunda e irresistible dulzura. Era tal la suavidad de sus miembros, de su voz, de su piel, que parecía toda ella la tierna espuma que queda en las orillas después de que las olas rompan contra la arena de la playa.
El muchacho sentía un inmenso irrealismo en sus movimientos, una densa y mágica atmósfera cuando ella lo llevó a su casa, lo tumbó sobre el sillón y comenzó a quitarle la camisa, cuando ella posó sus perfectas piernas sobre él y cuando se acomodó sobre su vientre, cuando se quitó el sostén por debajo de la ropa y cuando se sacó de los hombros las estrechas mangas de la remera. Lo dejó esperar un rato más, sosteniendo la remera sobre los pezones, impidiendo que se caiga y dejar así sus pechos al descubierto. Y finalmente, cuando con una atrevida mirada, sin ningún tipo de pudor y con un gran ímpetu, hizo fuerza con los brazos hacia abajo… Él se despertó en su sillón como un maldito condenado de aquel hermoso sueño.

Santiago Novara