lunes, 6 de julio de 2009

Lujuria estancada

Llegó tarde a casa.
Un día agobiador le había azotado en la cabeza, provocándole jaqueca. Dejó su maletín al lado del perchero, en el que colgó su caluroso traje. Buscó unos harapos que le mantuviesen freso en aquella noche veraniega y se tumbó sobre el sillón. Estaba a punto de caer en el sueño cuando se acordó: ¡su cita! Se levantó a la velocidad del rayo para subir las escaleras (no sin caerse en varias oportunidades) y llegó con los miembros doloridos al baño. Salió de allí limpio y perfumado cuanto antes pudo, se vistió atractivamente y se alejó. ¡Eran ya pasadas las 22:30! Su cita comenzaba a las 22:00.
Llegó al pub del barrio empapado de sudor, pero no vio allí a quien quería encontrar. Logró divisar, en cambio, la larga melena de un amigo.
-¿Has visto acaso una mujer alta, de pelo negro y lacio, de una enorme belleza? – le preguntó.
- Oh, sí. Se habrá marchado hace quince minutos. ¡Qué mujer! Pocas veces he visto semejantes… - pero su compañero había salido ya. – ojos… - continuó.
Corrió en la dirección en la que sabía que se hallaba su casa, mas no la encontraba. No sabía a dónde iría. Si no la encontraba en breve, todo se echaría a perder. Encontró una verdulería en una esquina, todavía abierta, pero a punto de cerrar. Vio allí a un hombre bajando unas rejas y le preguntó:
- ¿Por casualidad no has visto pasar a una mujer muy hermosa por aquí?
- ¡Y qué mujer! – respondió el hombre. – Se fue en aquella dirección. Pocas veces uno tiene la posibilidad de ver tales… - pero el muchacho se había alejado ya. – labios… - prosiguió.
Se esfumó rápidamente en la dirección señalada, hasta que la vio. Gritó su nombre y ella se dio vuelta.
- Pensé que nunca aparecerías – repuso la mujer. Al verlo extenuado por la búsqueda, sostuvo su rostro entre las dos manos y lo besó largamente con una suavidad tal que, se hubiese dicho, podría haber despertado a un muerto con tan sólo una caricia. Toda ella era suave, como un paraíso de algodón. Sus cabellos sedosos, las piernas largas y esbeltas, la cintura envidiable, los pechos cual redondos almohadones, todo emanaba una profunda e irresistible dulzura. Era tal la suavidad de sus miembros, de su voz, de su piel, que parecía toda ella la tierna espuma que queda en las orillas después de que las olas rompan contra la arena de la playa.
El muchacho sentía un inmenso irrealismo en sus movimientos, una densa y mágica atmósfera cuando ella lo llevó a su casa, lo tumbó sobre el sillón y comenzó a quitarle la camisa, cuando ella posó sus perfectas piernas sobre él y cuando se acomodó sobre su vientre, cuando se quitó el sostén por debajo de la ropa y cuando se sacó de los hombros las estrechas mangas de la remera. Lo dejó esperar un rato más, sosteniendo la remera sobre los pezones, impidiendo que se caiga y dejar así sus pechos al descubierto. Y finalmente, cuando con una atrevida mirada, sin ningún tipo de pudor y con un gran ímpetu, hizo fuerza con los brazos hacia abajo… Él se despertó en su sillón como un maldito condenado de aquel hermoso sueño.

Santiago Novara

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