miércoles, 3 de diciembre de 2008

Vidrieras con tapados

Giró la llave en la cerradura y luego estiró rápidamente el brazo hacia el picaporte de la puerta para poder abrirla. Vestida con un sweter azul pisó primero con el pie izquierdo la vereda de la puerta de la casa de su madre. Ella iba a visitarla a menudo. Debía ir. Su madre estaba enferma, padecía de esas enfermedades que tienen los viejos. Todos los días, al despertar, se acordaba de que más tarde tendría que ir a casa de su madre. No le molestaba ir a atenderla, le molestaba que no quisiera que la atendieran. Era una enferma vieja, ñañosa. Una vez en la calle caminó sin detenerse, desde el bajo de San Isidro en dirección a la avenida Centenario. Miró en las vidrieras de los negocios muy finos tapados, e indecisa como ninguna se probó seis y no llevó ninguno. Salió del local y tan sólo siete pasos dio hasta la siguiente tienda. Tampoco compró nada, pero esta vez ni siquiera entró. Recordó que debía llegar rápidamente a casa de su madre ¡Ya había retrasádose más de tres minutos! Si ella no se hubiese detenido olvidándose de que su madre la aguardaba impacientemente, la historia no hubiera trazado un trágico final. Cuando el tiempo pasa no hay posibilidad alguna de revertirlo, de todos modos se apresuró. Caminó rápido. Más rápido. Corrió. Ya nada le importaba. Nada le llamaba la atención. No saludó a don Calixto que se encontraba en la vereda de enfrente; ellos eran muy amigos, se conocían desde hacía muchos años y cada vez que se veían , antes de decirse "hola", en sus caras se dibujaba una sonrisa inocultable (de esas que solo aparecen cuando uno ve a alguien a quién en verdad quiere ver). Esta sonrisa en cara de ella no apareció. Corría como podía. Cruzando las esquinas ya sin mirar ni oír. No se dio cuenta de que se aproximaba el tren. El golpe la partió al medio arrancándole pedazos de carne que por el impacto se esparcieron a ambos lados de la estación. Su cuerpo yacía en el suelo. Sus órganos que chorreaban desde su estómago abierto a la vista del público, eran un escalofriante espectáculo para los testigos que, pasadas las tres de la tarde, estaban en ese lugar. Su fresca carne había dibujado mediante la sangre su final en las vías de la estación de tren de San Isidro. Un grupo de cinco vagabundos señalaban la parte del cadáver que más entera estaba y se reían, como burlándose. A unos pocos metros aparecieron dos muchachos que se sorprendieron al observar esa imagen tan brutal. A pesar de que se retiraron instantes después de darse cuenta de qué era lo que habían visto, esos dos muchachos conservaron en su mente la imagen de la carne. Uno de ellos (el que tenía la piel de color más clara y el pelo con menos rulos), al cabo de dos días, tomaría una lapicera y escribiría el acontecimiento, como desahogo. Mientras tanto, un hombre giraba una llave en una cerradura, y estirando rápidamente el brazo hacia el picaporte de la puerta y la abría. Vestida con un sweter azul fue ubicada en una de las mesas de la morgue. Feliz, el dueño de la funeraria compró un sandwich con una pequeña parte del dinero recaudado en el funeral, gracias a que el tren pasó en el momento perfecto.
Gino Colonna

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